Cosas mias

jueves, septiembre 20, 2007

Reflexiones en voz alta

Dice la gente que después de un accidente o de un susto las cosas se ven de otra manera.

En mi caso es la ausencia de mi tia lo que me lleva a plantearme muchas cosas. De hecho ya tenía una serie de decisiones tomadas para hacer algunos cambios.

Estoy cansada de trabajar tanto. Este ultimo año ha sido totalmente agotador. Y me gusta mi vida, no me quejo de ello. Pero me agota. No sé si es porque me hago mayor o porque finalmente voy aprendiendo la lección.

La cosa es que ha llegado un momento en que he comprendido el verdadero sentido de la alienación, vendemos nuestra felicidad a cambio de dinero ¿a cuanta gente le hace feliz su trabajo? ¿por cuánto dinero vende esa felicidad? Creo que soy una de las pocas y afortunadas que realmente aman su trabajo y que se sienten viva cuando lo realizan.

Yo no paso las horas mirando el reloj, esperando que sea la hora de salir, entro en el aula con una sonrisa de oreja a oreja y salgo deseando superarme y con mil ideas para hacerlo mejor la próxima vez. Por eso no me importa dedicar montones de horas a mejorar los apuntes, a cambiar ejercicios o a mil cositas que pueden hacer la vida más fácil a mis estudiantes. Es mi manera de superarme y de disfrutar y lo hago de mil amores.

¿Pero durante cuantas horas al día? Este año pasado he sacrificado todo por el trabajo, hay días que no he comido, semanas que no he dormido y meses en los que no he visto a mis amigos. Y desde luego no he disfrutado del placer de estar tranquila ni una sola vez en todo el año.

Pues como decía el anuncio "El frotar se va a acabar" y el "dejar todo por el trabajo tamibén". Quiero aprovechar cada momento, cada minuto, cada segundo en ser feliz porque la vida pasa y no espera a que se acaben las obligaciones. He reorganizado mi vida y las sesiones maratonianas de trabajo se han terminado. He aquí mi nuevo orden de prioridades: 1º.- familia, amigos y yo; 2º.- el resto de cosas

lunes, septiembre 17, 2007

Alguien especial

A lo largo de nuestra vida nos cruzamos con muchas personas. Todas y cada una de ellas deja una huella en nosotros. Sin embargo, hay huellas que son mucho más profundas que otras. Y como la vida sigue su ritmo, los caminos se cruzan, se unen durante un tiempo e inevitablemente se separan.

Hoy quiero hablar de una de esas personas: mi tia Marisa.


Mi tía era monja. Esto condicionó en gran medida su vida, pero no creo que su carácter o su forma de ser hubieran sido muy diferentes de haber sido otra cosa. Simplemente no se casó, o como dicen ellas, se casó con Dios.


Se dedicaba a la docencia, fue profesora en varios colegios religiosos. Es bonito saber que ayudó a tantos niños y que guadaban tan buen recuerdo de ella que cuando crecieron y tuvieron sus propios hijos quisieron llevarlos al mismo colegio donde ella impartía clase. Es una manera de compartir experiencias a pesar de las diferencias propias de los años.


También sus compañeras estaban contentas con ella, porque antes de ser monja y antes de ser profesora, mi tía era buena, muy buena y generosa.


Venía bastante a menudo a vernos, siempre con su maleta de color gris verdoso atada al carrito de ruedas, y un gran bolso rojo que escondía montones de bolsillos. La maleta solía venir a reventar, y cuando se marchaba apenas pesaba. Estaba llena de regalos. Había mil cosas maravillosas entre los paquetes, cosas bonitas, originales y siempre útiles.

Nunca supe de donde sacaba tantas cosas ni el dinero para comprarlas, ya que las monjas hacen voto de pobreza. Algunas debían ser regalos que le hacían los niños o sus padres, otras estaban hechas por ella misma (jerseis, bufandas...) y otras jamás sabré de donde vinieron.


En verano traía los libros de Vacaciones Santillana. Supongo que se los pedía a los representantes que iban por el colegio porque siempre traía los de nuestro curso. Pero cada año, como si fuera una cita, allí estaban los libros y los lapiceros nuevos esperando para hacer la tarea correspondiente. Me gustaban aquellos libros, sobre todo la primera hoja de día, en la que se apuntaba la fecha y se coloreba un dibujo con el tiempo que hacía (sol, nublado, lluvia...).


Un año nos regaló a mi hermana y a mí unas Barriguitas. Sólo tuvimos esas, pero eran estupendas. Tenían unos pañales de plástico que se podían quitar y poner.
Otro año vino con un vestido de flamenca de la hija de una conocida. Creo que mi hemana y yo no s esforzamos por poder ponernos el vestido durante varios años, hasta que se rompieron las costuras y no hubo manera de reutilizarlo.

Una vez fuimos a verla a Sevilla. No subimos en un cochecito del que tiraba un burrito y luego diemos de comer a la palomas la Plaza de España. Recuerdo como nos decía que debíamos tener paciencia porque todo el mundo daba de comer a las palomas y no tenían hambre. Lo cierto fue que en cuanto abrimos la comida los pájaros nos rodearon y se volvieron como locos. Menudo susto nos dimos!!



También recuerdo cuando tuvo el accidente y mamá fue a cuidarla. Mi padre hizo menestra para desayunar, comer y cenar todos los días. Desde entonces aborrezco las habas :P

Y cuando venía a casa a vernos. Sin haber soltado la maleta pedía un puchero para hervir los trapos de cocina. Le gustaba tenerlo todo reluciente. A los demás tanto orden nos desquiciaba. Pero era parte de ella, no podía evitarlo.


Siempre nos quiso con locura. Mi hermana y yo éramos sus niñas, incluso cuando crecimos seguía llamándonos sus niñas. Jamás olvidó un cumpleaños ni un santo, en los que enviaba postales preciosas en las que escribía mensajes especiales para personalizarlas.


Recoger sus cosas ha sido difícil. Su cuarto olía a ella, y en cada rincón había un pequeño recuerdo. No era necesario que fueran cosas importantes, sólo la manera de ordenarlo, las cositas que tenía... Se notaba su presencia en todas y cada una de ellas. En una caja estaban todas las tarjetas de cumpleaños para este año, ya las había comprado. En los albunes de fotos una página para cada sobrino, con fotos de todas las edades. En un sobre más fotos en grande, para vernos bien. En un cajón todas las postales que le mandé, y cartas, y más fotos... Pues eso, mil detalles de amor y cariño, en lo que se notaba lo mucho que nos quería.


Lo peor ha sido no poder despedirme. Tantos años dándome cosas y sólo me pidió una: ven a verme, que sea pronto. No llegué a tiempo. Quería llevarle mi tesis, que tanto rezó por ella y tantos ánimos me dió. Quería contarle unas cuantas cosas que la harían realmente feliz. Pequeñas sorpresas para endulzar un poco su enfermedad. Ni siquiera me dí cuenta de que se marchaba. Me llamó por mi santo, como siempre y hablamos un par de días después de nuevo para confirmale que iba a verla. Le mandé una carta, para darle una alegría. Pero no me despedí.


Querida tía: muchas gracias por las risas, por tu alegría, por tu cariño, por tus enseñanzas y por tu inmenso cuidado hacia nosotras. Quiero que sepas que todo eso me acompañará siempre, que te echaré mucho de menos y que me alegro de que tu partida haya sido lo más dulce posible, sin sufrimiento, sin dolor y con la conciencia traquila. Gracias, desde el corazón, en el que ocupas un hueco especial. Un beso.